AP

BOGOTA, Colombia (AP) — Nunca supo sus nombres. Pero jamás se olvidará de sus rostros. Al final de cada mes, unos hombres que se hacían llamar “Pecueca” o “Abuelo” ingresaban a los asientos traseros de su taxi, un vetusto Chevette de 1985 sin placas, para exigir su pago.

Por años, los conductores de taxis piratas de la localidad de Usme, al sur de Bogotá, no tenían otra salida y debían pagar. De lo contrario, los extorsionadores amenazaban con quemar sus vehículos o lastimar a sus seres queridos.

“Cada vez que salía de mi casa miraba de reojo”, dijo el conductor, que habló a condición de no ser identificado por temor a represalias. Al final se armó de valor y denunció las extorsiones a la policía, que meses después inició una operación para desmantelar la banda.

“Se sentían muy confiados”, relató, recordando el terror con que vivía. “Nunca pensaron que los atraparían”.

Muchos colombianos siguen enfrentando el drama de las extorsiones.

Una ofensiva del gobierno asestó duros golpes a las guerrillas izquierdistas y a las milicias de derecha en la última década, apoyada por Estados Unidos, lo que derivó en un fuerte descenso en las tasas de asesinatos y secuestros, que alguna vez figuraron entre las más altas del mundo. Pero esa represión generó otras formas de violencia, la más notable de las cuales han sido las extorsiones, perpetradas a menudo por ex combatientes que comenzaron a actuar por su cuenta cuando sus organizaciones fueron desarticuladas.

Hay tantas extorsiones en el país que hoy podrían generar 1.000 millones de dólares al año, de acuerdo con una investigación realizada por el diario El Tiempo. En Medellín, la segunda ciudad más grande de Colombia, la cámara de comercio estima que el 90% de los pequeños comercios son víctimas y pagan el equivalente de entre 60 y 100 dólares al mes a las bandas que aterrorizan a distritos comerciales enteros.

Desde las favelas de Río de Janeiro hasta las barriadas pobres de las ciudades al norte de México, América Latina es terreno fértil para las extorsiones gracias a la corrupción de la policía, la presencia de carteles de las drogas y un clima de impunidad.

El fenómeno es particularmente intenso en Colombia, donde organizaciones guerrilleras y paramilitares costearon por décadas sus operaciones cobrando “vacunas” –una especia de impuesto a la guerra– a hacendados y empresas multinacionales en zonas rurales donde el estado no ejerce autoridad alguna. La semana pasada unos fiscales anunciaron que estaban investigando supuestos pagos de millones de dólares por parte de la firma italiana Sicim, para evitar ataques del grupo guerrillero Ejército de Liberación Nacional a un oleoducto que construye en la volátil frontera noreste de Colombia.

Pero a medida que el conflicto armado que se libra en Colombia desde hace 50 años se desvanece, las extorsiones se están convirtiendo en un fenómeno urbano que afecta a los pequeños comerciantes.

El gobierno lanzó una costosa campaña llamada “Yo no pago, yo denuncio”, a la que se atribuye el que se hayan multiplicado por seis las denuncias de extorsión desde 2008, y que llegaron a 4.900 el año pasado. Pero las autoridades estiman que la gran mayoría siguen sin ser denunciadas.

“Los comerciantes temen hablar porque los delincuentes no responden con palabras, lo hacen con balas”, dijo Guillermo Botero, director de FENALCO, la Federación Nacional de Comerciantes.

No hay blanco pequeño. La prensa colombiana está llena de historias de delincuentes que cobran “vacunas” a vendedores callejeros de camisetas o DVDs pirateados e, incluso, a transeúntes que caminan por los barrios marginales de la ciudad.

En Usme hay unos 30 taxis sin licencia que transportan a los residentes a zonas altas en las que no se animan a ingresar los autobuses y taxis con placas. Por años, los conductores fueron obligados a pagar cerca de 200 dólares al mes, la mitad de sus ingresos, a los extorsionistas. No resultaba raro que los delincuentes acompañaran sus pedidos de dinero con un golpe en la cabeza con una pistola o una mirada amenazadora.

La banda que operaba allí fue desmantelada cuando el taxista desesperado acudió en secreto a la unidad policial antisecuestros, Gaula. Se despachó un agente encubierto con poco más que una cámara escondida en un monito de juguete que colgaba del espejo retrovisor del auto. El agente se pasó cuatro meses filmando a los extorsionadores cuando se subían a su auto y exigían los pagos.

Al final de cuentas siete personas fueron detenidas en una acción coordinada, incluido el jefe de la banda llamado Andrés Caballero que, además, era miembro de la Junta de Acción Comunal del barrio. La banda embolsaba 9.000 dólares al mes. Sus integrantes están en juicio y de ser hallados culpables serán condenados a un mínimo de ocho años de cárcel, según una nueva legislación que prevé sentencias más severas.

Las autoridades se enorgullecen del caso porque dicen que demuestra lo bien que pueden rastrear a los delincuentes cuando se rompe el muro de silencio. El oficial de más alto rango de la unidad Gaula, el coronel Fabio López, dijo que el 90% de los casos que son denunciados generan condenas.

“La mejor forma de combatir la extorsión es denunciándola”, dijo.

Numerosos colombianos, no obstante, dicen que la policía es parte del negocio. Y las autoridades que arriesgan sus vidas combatiendo a los delincuentes se sienten descorazonadas.

Sergio Rodríguez es el fiscal que intervino en el caso de los taxis piratas. La unidad a la que pertenece en 2014 detuvo a casi 1.000 personas acusadas de extorsión. Pero incluso él reconoce que los casos exitosos como ese son la excepción, no la regla.

En su diminuta oficina, en un edificio que es una verdadera fortaleza donde trabajan los principales fiscales de la nación, hay pilas de archivos de los tribunales.

“El negocio continúa”, dijo mirando esos documentos. “Lamentablemente, la extorsión es un flagelo que se ha transformado en un modo de vida para mucha gente”.